Nacer y parecer avanzar en un espejismo de ilusión hasta perecer en olvido y desolación


«Nacer y parecer avanzar en un espejismo de ilusión hasta perecer en olvido y desolación»
De los dolores de su madre, Tristán se abrió paso a este mundo. Inocente, veía las cosas por primera vez. Descubría sus piececitos mientras enterraban a su padre, víctima de un accidente laboral. Su madre lloraba mientras amamantaba a Tristán, lágrimas que él interpretaba como amorosas al mezclarse con la dulce leche materna. Crecía instado por su progenitora a ser el mejor, el más rápido y el más fuerte, para que, ilusa, pudiera superar los obstáculos de la vida que a ella le parecían inabordables.
«Las letras con sangre entran», fiel y demoledor refrán que enfrentaba Tristán en cada examen escolar. «¿Por qué tengo que estudiar esto, si no me va a valer para nada?» se preguntaba, martirio tras martirio, que era como él llamaba a los días lectivos. Las comparaciones de los profesores sobre un sistema totalmente injusto que mide a todos por la misma regla lo agobiaban, mientras pensaba que si todos somos distintos y tenemos habilidades propias, ¿a qué viene cercenarnos nuestro ingenio e imaginación con pesadas lápidas impuestas por quién sabe y con qué intenciones?
Lo que en un principio le sonó a una salida a su agobiante vida, donde recibía un beso de buenas noches de una madre cansada que se marchitaba trabajando todo el día, fue su primer móvil y el amanecer de una ilusión de nuevos amigos, nuevas hermosas vidas, sonrisas, bromas y esculturales cuerpos que le hacían soñar con un mundo mejor. Pronto llegó el desengaño de que él nunca podría emular lo que veía en Instagram.
Un día, sin esperarlo, las mariposas empezaron a revolotear en su estómago cada vez que la veía a ella. Ella también se fijó en él, haciéndole creer el hombre más afortunado del mundo. Ya no sentía dolor, ya no era consciente del sacrificio continuo de su madre, y de cómo cada vez le costaba más poner un pie por delante del otro. Solo arcoíris y unicornios rondaban por su cabeza, hasta que la bruma de la desolación lo borró todo, quebrando su corazón con la daga del amor muerto. Sin poder explicárselo, ella ya no estaba. Lloró y lloró, y ahora comprendió que las lágrimas que mamó de pequeño no eran producto de la felicidad de su madre.
Pero todo pasa, hasta lo malo, que es el slogan de los desgraciados. Finalmente, Tristán conoció a la mujer de su vida y, tras aplazar la fecha de la boda por la muerte de su madre, Tristán se casó y felizmente recibió la noticia del embarazo de su esposa. ¡Iba a ser padre! Como en un intento de cambiar su mala fortuna, llamaron a su hija Felicidad, deseándole así que la vida de ella fuera mejor que la de él. Poquito a poco, su mochila se fue llenando de pequeñas piedrecitas, cada vez más pesadas. Una loza fue llamada «Hipoteca», otras muchas pequeñas se llamaron «pañales», «medicinas», «biberones», «noches insomnes». Otras se acumulaban mes a mes, «electricidad», «agua», «seguros», que fueron cambiadas por un peso equivalente y progresivo, llamadas comúnmente «Deudas» y «Préstamos».
En su penoso puesto de trabajo veía brillar sobre su cabeza la temible Espada de Damocles. Veía, temeroso, cómo se deshilachaba la frágil cuerda que la sujetaba amenazante. En un acto de valentía suicida se hizo «emprendedor». Esto sería la solución pues en todos lados oía que era lo mejor. En la tele oía cómo a tal le fue de lujo, en la radio que a cuál le va de maravilla, y en las redes sociales que era el futuro y solución a todos los males. Ingenuo salió a la calle a vender sus productos, que cambió treinta veces porque no daba con ese «producto mágico». El espejismo se esfumó.
Los impagos se llevaron los besos y abrazos, que fueron cambiados por malos gestos y caras largas. Llegó el día que sus dos amores salían por la ventana al entrar Doña Pobreza por la puerta. Su mujer y su Felicidad lo abandonaban ¡y mejor así!, pensó, pues la amargura que se instauró en su alma lo único que podría haber conseguido era infectarlas a ellas de más amargura y desolación.
Ahora tendría que empezar de nuevo. Un recién nacido empezaría de cero, pero él ya tenía el listón tan bajo que, para llegar al nivel cero, pasarían años que su mente no soportaría. Imaginaba como una pesadilla el tener que volver a conocer a otra mujer, a tener que conseguir otro trabajo… Pero primero tendría que saldar sus aplastantes deudas, y cómo lo iba a conseguir si se llamaba Tristán, maldito nombre que marcó su vida.
Con ayudas sociales llegó a la vejez. Como anécdota irrisoria veía cómo ya no podía abrir ni un bote de cristal. El andar se convirtió en suplicio y subir unas escaleras en un «deporte» de alto riesgo. Nada funcionaba bien en su organismo y mucho menos en su mente. Envidiaba a los que perdían la cabeza y la memoria, pues lo único que deseaba era que esto llegara a su fin. El final de Tristán.
El geriátrico social lo acomodó en un pequeño cuarto, donde tenía una ventana. Las hojas del otoño le recordaban su situación. No quería ver más primaveras. Rezaba a diario al Dios Que No Existe, para que no superara el frío invierno. «Diciembre es un buen mes para morir», se decía mientras sufría pensando en tener que escuchar, de nuevo, las doce campanadas de las uvas.
Hubo una esquela en el periódico. Tristán había conseguido su objetivo. La Muerte se apiadó de él y, sentada a su lado, le preguntó qué había hecho con su vida. Tristán la miró a sus cuencas vacías, mientras una solitaria lágrima llegaba a su boca, volviendo a recordarle a su madre.
«Espejos de Tinta»
